Mirando por
el monitor, alguien observa las idas y venidas, algo caóticas, de los
caminantes del centro comercial. De repente, entra alguien con paso firme, va
en línea recta, llamando la atención de nuestro voyeur, que mueve la cámara,
quiere ver en qué termina. En unos segundos, la persona observada, va cambiando
el ritmo, hasta ser uno más de los paseantes dubitativos. Seguramente, el
lector esté pensando en zombis y mordeduras que llevan a nuestro pequeño
protagonista a una no-muerte sin fin. En cambio, aquí no hay muertos, están
todos bien vivos; sufren un episodio frecuente en los centros comerciales: el mal de mall, es decir, el mal del centro
comercial, que consiste en episodios de ansiedad y apatía, excitación y sedación simultáneas, que crean
un estado de ánimo óptimo para vender. Ya tenemos al zombi consumista, que
podemos ver, sin peligro alguno, cualquier fin de semana que vayamos de
compras.
“El aire de
la ciudad hace libre a la gente”, decía, hace unos cuantos siglos ya, un
refrán. El andar por la ciudad, llena de sorpresas –y algún peligro-,
observando curiosos la mezcla social, admirando edificios que dan significado
al entorno, ejerciendo la ciudadanía de manera libre siendo parte de ella…, es
una actividad cada día más escasa, especialmente en las grandes ciudades. Hoy,
las clases medias, presas de agorafobia urbana, se encierran en los suburbios
chaletizados, en urbanizaciones privadas cerradas a la calle, o en las afueras,
lejos de la temida ciudad, dando forma a los no lugares. No lugares, sin puntos
de referencia que den sentido a la trama urbana, donde es fácil desorientarse y
difícil sentir apego por un territorio de arquitectura banal, estandarizada,
que no nos sitúa ni refleja la historia y las peculiaridades de un lugar. Es,
por eso, un no lugar, que puede estar en cualquier parte, cerrado a menudo al
exterior, del que parece no querer saber nada. Una de las consecuencias, es la
falta de identidad del ciudadano, que, alejado de las redes vecinales y
familiares, busca su identidad en el consumo, esperando que le devuelva una
imagen completa de sí mismo. La publicidad, con sus asociaciones con los
productos anunciados, hace creer que se conseguirá conocerse uno mismo,
mediante unas compras que nunca, debido a su infinita variedad y fragmentación,
dejan satisfecho. ¿La solución? ¡Comprar más, claro!
El miedo al
otro, a la masa, a perder la identidad, así como el miedo a ser atracado o
agredido, ha transformado profundamente el espacio público. Como si una horda
de zombis se tratara, las clases medias atestan los centros comerciales, los
parques temáticos y los centros urbanos gentrificados, sustituyendo la realidad
por entornos seguros, huyendo de la fealdad de la pobreza y la marginación,
como se evitan los ejércitos de no muertos ansiosos de carne fresca. Pero, el
gerente del centro comercial del principio del artículo, más bien vería zombis
en los compradores, todos de comportamiento impecable, eso sí, pero idéntico y
ansioso… como los no muertos. Clase media para la que el ser y el estar vienen
a ser lo mismo: consumidor/centro comercial, conductor/coche, etc., debiendo
comportarse en cada lugar como se espera de él, respetando las leyes de la
cortesía. Si se tienen buenos modales, se puede ocultar, bajo la máscara del
ciudadano educado en los valores de las clases medias, la identidad propia, usando los códigos sociales
pertinentes en cada situación. Se consigue así una cierta armonía,
homogeneización necesaria para el buen funcionamiento de la ciudad, deseado por
las clases medias, que no quieren perder el confort conseguido, y buscan ante
todo, que nada cambie, la tranquilidad de la uniformidad. Por eso, no sólo se
encierran en viviendas de espaldas a la calle, sino que establecen unas normas
de comportamiento, así como unas barreras semióticas en los centros de las
ciudades y en barrios de “gente que sabe comportarse”, para evitar que el no
deseable se acerque. Es el privilegio del anonimato, que da la libertad de
estar en los mejores lugares, pero sólo si los modales y el aspecto son los
adecuados. Así, a los discapacitados, los inmigrantes, los pobres, los que no pueden
o no quieren aceptar modos y modas convencionales, los que no pueden llevar una
máscara tan eficaz, se les niega la libertad de ofrecer y ocultar, de
adaptarse, pasando a ser un diferente, que provoca temor, pena o solidaridad,
pero nunca es uno más. Es el temor a convertirse en uno de ellos, a que la
fealdad, la discapacidad, la miseria, nos devore. Se expulsa, bien con
vigilancia privada, bien con mobiliario urbano de calidad o vigilancia privada
disuasoria, a los que nos horrorizan, los que
pueden convertirse en horda y llevarnos con ellos. Se aceptan unas
normas de comportamiento represivas, un sistema de cámaras panóptico, para no
dejar de ser zombis, eso sí, acomodados y tranquilos, con los vientres llenos
de tripas o bolsas de la compra, lo mismo es.
En las películas
de zombis, los supervivientes suelen ser personajes marginados, que, por estar
fuera del sistema, no han sido devorados, o incluso es después de la pandemia,
con sus grandes recursos para sobrevivir, para aceptar el rechazo y el horror,
pueden sentirse liberados, de los falsos tratos igualitarios, de las trampas
del consumo, de ser un prezombi más. En Zombieland,
los protagonistas, un chico paranoico y asocial, un macarra aún más asocial, y
dos estafadoras, llegan a disfrutar de poder entrar en las tiendas, en los
parques temáticos y otros lugares donde antes pululaba la gente de bien,
espacios privatizados hipervigilados que los zombis han convertido en espacio
público, sin cámaras ni clases sociales homogéneas, de acceso libre, donde se
puede realizar cualquier actividad, sea o no de buen gusto. Les acompañamos divertidos en ese escenario
postapocalíptico, porque en el fondo, nos sentiríamos liberados en él, sin
tener que ser continuamente cívicos, renunciando a nuestra individualidad. Por
eso, las películas de zombis tienen un efecto liberador.
El espacio
público, la plaza, la calle de barrio, donde se establecen relaciones, se
intercambian preocupaciones e inquietudes, es decir, se fabrica ciudad, está
desapareciendo. Cada vez más, el espacio se convierte en privado, en
excluyente, o se transforma en un espacio público monofuncional, vigilado y
regulado, prohibiéndose las actividades que permiten la supervivencia –economía
informal que no paga impuestos y molesta a los comercios-, y evitando que sea
el propio barrio el que adapte y use el espacio función de su idiosincrasia. Se
prefiere un espacio privado, barato de mantener por la administración –salvo
cuando falla la actividad privada-, rentable para los promotores y que vende
imagen de ciudad buena para los negocios. Además, es en los barrios donde
suelen empezar las revueltas, pues los intereses comunes se viven en el día a
día. Una de las consecuencias de ruptura
de la trama urbana debida a la privatización y la especulación inmobiliaria, es
la falta de visibilidad del poder político y económico, al no haber apenas
lugares significantes y representativos de la democracia y el poder, se protesta pero no se sabe bien por
qué y contra quién.
Nos dicen que
la ciudadanía, el orden público, el respeto a las normas de convivencia, es el
paraguas que nos protege, ocultando que ese mismo paraguas oculta la
desigualdad fáctica y representativa, los intereses espurios de las elites,
pues el poder difuso, el que se ejerce pero no se impone, es el más efectivo.
La estructura de las ciudades, la globalización, desorientan, no se sabe contra
qué ni quién se lucha, los mercados, las multinacionales, los organismos
internacionales… el zombi no se pregunta, sólo desea, no sabe que es un zombi.
No sabe que es privado de espacios de expresión, que la ciudad difusa, los
suburbios privatizados, desinforman y dividen, aíslan del entorno. Se teme a
los pobres, los inmigrantes… vienen a modernos, a quitarnos todo y llevarnos
con ellos. El temor por un lado y el rencor de los marginados por otro, crean
violencia y desconfianza, reforzando la vigilancia y aislamiento. Se promociona
la exópolis, la ciudad vigilada, la ciudad difusa, el no lugar, porque así
interesa a una minoría que quiere conservar su humanidad, es decir, su confort,
aun a costa de esa gente que envidia, roba o simplemente afea. Hay que
defenderse de los no muertos, los no cívicos, lo no normales
y los que tienen poco y por tanto envidian sin control. En la saga Resident Evil, la empresa todopoderosa
se llama Umbrella (paraguas), toda una muestra de cinismo de la empresa, propia
del poder difuso que ejercen los mercados y que disfrazan de bondades neoliberales
a favor del emprendedor, del zombi trabajador que no se queja, pues desea tener
lo que ellos mismos le venden, en su tiempo libre, que podría llamarse tiempo a
crédito.
Desde el
coche al complejo comercial, de ahí al trabajo,
algún viaje a un país seguro y civilizado o parque temático, y de vez en
cuando un paseo al centro de la ciudad que han dejado muy bien, echando a los
que no me gusta tener cerca. Una vida anodina pero satisfactoria, como sus
vecinos a los que ven alguna vez, yo voy a lo mío y ellos a lo suyo. El resto,
prefieren no verlo, hay gente rara y malvada, que come en la calle y viste
hortera, sin educación, y chusma que será nada en la vida, excelentes obreros y
vendedores del centro comercial pero que no son como nosotros. Sus barrios no
me gustan, todos allí mezclados, seguro que ponen la música muy alta y lo peor,
roban un montón.
Los zombis
pueden parecer poco peligrosos de lejos, vistos desde el coche camino al barrio
de chalets, o a la urbanización con piscina y columpios rodeada de carretera, o
a la casita adosada tan confortable y tranquila, lejos de lo que hay que estar
lejos. En la ciudad vieja, caminan sin descanso los menos afortunados, los que
no tienen contactos importantes ni licenciaturas –o si la tienen están en
paro-, los que vienen de fuera en busca de algo para vivir dignamente… al del
párrafo anterior le diría que sí, que se agolpan en los escasos parques que aún
no han sido vendidos, niños que juegan en cualquier esquina, abuelos solitarios
sin plaza donde conocer y dejarse conocer. Todo ha sido vendido, convertido en
jardines privados, tiendas y oficinas acristaladas, para gente como él. Tiene
la esperanza de que nada cambie, lo malo mejor lejos, no quiere saber nada.
Podría decirse, que, cuando no quede sitio en el infierno, los muertos
caminarán sobre la tierra, y llegarán, vaya si llegarán, a donde están,
buscando donde caminar, morder y mirar, convirtiendo en verdadero espacio
público, en democracia muerta pero justa al fin, lo que no hemos sabido
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