martes, 18 de junio de 2013

Zombis y espacio público. Los no muertos caminando por la no ciudad.

Mirando por el monitor, alguien observa las idas y venidas, algo caóticas, de los caminantes del centro comercial. De repente, entra alguien con paso firme, va en línea recta, llamando la atención de nuestro voyeur, que mueve la cámara, quiere ver en qué termina. En unos segundos, la persona observada, va cambiando el ritmo, hasta ser uno más de los paseantes dubitativos. Seguramente, el lector esté pensando en zombis y mordeduras que llevan a nuestro pequeño protagonista a una no-muerte sin fin. En cambio, aquí no hay muertos, están todos bien vivos; sufren un episodio frecuente en los centros comerciales: el mal de mall, es decir, el mal del centro comercial, que consiste en episodios de ansiedad y apatía,  excitación y sedación simultáneas, que crean un estado de ánimo óptimo para vender. Ya tenemos al zombi consumista, que podemos ver, sin peligro alguno, cualquier fin de semana que vayamos de compras.

“El aire de la ciudad hace libre a la gente”, decía, hace unos cuantos siglos ya, un refrán. El andar por la ciudad, llena de sorpresas –y algún peligro-, observando curiosos la mezcla social, admirando edificios que dan significado al entorno, ejerciendo la ciudadanía de manera libre siendo parte de ella…, es una actividad cada día más escasa, especialmente en las grandes ciudades. Hoy, las clases medias, presas de agorafobia urbana, se encierran en los suburbios chaletizados, en urbanizaciones privadas cerradas a la calle, o en las afueras, lejos de la temida ciudad, dando forma a los no lugares. No lugares, sin puntos de referencia que den sentido a la trama urbana, donde es fácil desorientarse y difícil sentir apego por un territorio de arquitectura banal, estandarizada, que no nos sitúa ni refleja la historia y las peculiaridades de un lugar. Es, por eso, un no lugar, que puede estar en cualquier parte, cerrado a menudo al exterior, del que parece no querer saber nada. Una de las consecuencias, es la falta de identidad del ciudadano, que, alejado de las redes vecinales y familiares, busca su identidad en el consumo, esperando que le devuelva una imagen completa de sí mismo. La publicidad, con sus asociaciones con los productos anunciados, hace creer que se conseguirá conocerse uno mismo, mediante unas compras que nunca, debido a su infinita variedad y fragmentación, dejan satisfecho. ¿La solución? ¡Comprar más, claro!

El miedo al otro, a la masa, a perder la identidad, así como el miedo a ser atracado o agredido, ha transformado profundamente el espacio público. Como si una horda de zombis se tratara, las clases medias atestan los centros comerciales, los parques temáticos y los centros urbanos gentrificados, sustituyendo la realidad por entornos seguros, huyendo de la fealdad de la pobreza y la marginación, como se evitan los ejércitos de no muertos ansiosos de carne fresca. Pero, el gerente del centro comercial del principio del artículo, más bien vería zombis en los compradores, todos de comportamiento impecable, eso sí, pero idéntico y ansioso… como los no muertos. Clase media para la que el ser y el estar vienen a ser lo mismo: consumidor/centro comercial, conductor/coche, etc., debiendo comportarse en cada lugar como se espera de él, respetando las leyes de la cortesía. Si se tienen buenos modales, se puede ocultar, bajo la máscara del ciudadano educado en los valores de las clases medias, la identidad  propia, usando los códigos sociales pertinentes en cada situación. Se consigue así una cierta armonía, homogeneización necesaria para el buen funcionamiento de la ciudad, deseado por las clases medias, que no quieren perder el confort conseguido, y buscan ante todo, que nada cambie, la tranquilidad de la uniformidad. Por eso, no sólo se encierran en viviendas de espaldas a la calle, sino que establecen unas normas de comportamiento, así como unas barreras semióticas en los centros de las ciudades y en barrios de “gente que sabe comportarse”, para evitar que el no deseable se acerque. Es el privilegio del anonimato, que da la libertad de estar en los mejores lugares, pero sólo si los modales y el aspecto son los adecuados. Así, a los discapacitados, los inmigrantes, los pobres, los que no pueden o no quieren aceptar modos y modas convencionales, los que no pueden llevar una máscara tan eficaz, se les niega la libertad de ofrecer y ocultar, de adaptarse, pasando a ser un diferente, que provoca temor, pena o solidaridad, pero nunca es uno más. Es el temor a convertirse en uno de ellos, a que la fealdad, la discapacidad, la miseria, nos devore. Se expulsa, bien con vigilancia privada, bien con mobiliario urbano de calidad o vigilancia privada disuasoria, a los que nos horrorizan, los que  pueden convertirse en horda y llevarnos con ellos. Se aceptan unas normas de comportamiento represivas, un sistema de cámaras panóptico, para no dejar de ser zombis, eso sí, acomodados y tranquilos, con los vientres llenos de tripas o bolsas de la compra, lo mismo es.

En las películas de zombis, los supervivientes suelen ser personajes marginados, que, por estar fuera del sistema, no han sido devorados, o incluso es después de la pandemia, con sus grandes recursos para sobrevivir, para aceptar el rechazo y el horror, pueden sentirse liberados, de los falsos tratos igualitarios, de las trampas del consumo, de ser un prezombi más. En Zombieland, los protagonistas, un chico paranoico y asocial, un macarra aún más asocial, y dos estafadoras, llegan a disfrutar de poder entrar en las tiendas, en los parques temáticos y otros lugares donde antes pululaba la gente de bien, espacios privatizados hipervigilados que los zombis han convertido en espacio público, sin cámaras ni clases sociales homogéneas, de acceso libre, donde se puede realizar cualquier actividad, sea o no de buen gusto. Les acompañamos divertidos en ese escenario postapocalíptico, porque en el fondo, nos sentiríamos liberados en él, sin tener que ser continuamente cívicos, renunciando a nuestra individualidad. Por eso, las películas de zombis tienen un efecto liberador.

El espacio público, la plaza, la calle de barrio, donde se establecen relaciones, se intercambian preocupaciones e inquietudes, es decir, se fabrica ciudad, está desapareciendo. Cada vez más, el espacio se convierte en privado, en excluyente, o se transforma en un espacio público monofuncional, vigilado y regulado, prohibiéndose las actividades que permiten la supervivencia –economía informal que no paga impuestos y molesta a los comercios-, y evitando que sea el propio barrio el que adapte y use el espacio función de su idiosincrasia. Se prefiere un espacio privado, barato de mantener por la administración –salvo cuando falla la actividad privada-, rentable para los promotores y que vende imagen de ciudad buena para los negocios. Además, es en los barrios donde suelen empezar las revueltas, pues los intereses comunes se viven en el día a día. Una de las  consecuencias de ruptura de la trama urbana debida a la privatización y la especulación inmobiliaria, es la falta de visibilidad del poder político y económico, al no haber apenas lugares significantes y representativos de la democracia y el  poder, se protesta pero no se sabe bien por qué y contra quién.

Nos dicen que la ciudadanía, el orden público, el respeto a las normas de convivencia, es el paraguas que nos protege, ocultando que ese mismo paraguas oculta la desigualdad fáctica y representativa, los intereses espurios de las elites, pues el poder difuso, el que se ejerce pero no se impone, es el más efectivo. La estructura de las ciudades, la globalización, desorientan, no se sabe contra qué ni quién se lucha, los mercados, las multinacionales, los organismos internacionales… el zombi no se pregunta, sólo desea, no sabe que es un zombi. No sabe que es privado de espacios de expresión, que la ciudad difusa, los suburbios privatizados, desinforman y dividen, aíslan del entorno. Se teme a los pobres, los inmigrantes… vienen a modernos, a quitarnos todo y llevarnos con ellos. El temor por un lado y el rencor de los marginados por otro, crean violencia y desconfianza, reforzando la vigilancia y aislamiento. Se promociona la exópolis, la ciudad vigilada, la ciudad difusa, el no lugar, porque así interesa a una minoría que quiere conservar su humanidad, es decir, su confort, aun a costa de esa gente que envidia, roba o simplemente afea. Hay que defenderse de los no muertos, los no cívicos, lo no  normales y los que tienen poco y por tanto envidian sin control. En la saga Resident Evil, la empresa todopoderosa se llama Umbrella (paraguas), toda una muestra de cinismo de la empresa, propia del poder difuso que ejercen los mercados y que disfrazan de bondades neoliberales a favor del emprendedor, del zombi trabajador que no se queja, pues desea tener lo que ellos mismos le venden, en su tiempo libre, que podría llamarse tiempo a crédito.

Desde el coche al complejo comercial, de ahí al trabajo,  algún viaje a un país seguro y civilizado o parque temático, y de vez en cuando un paseo al centro de la ciudad que han dejado muy bien, echando a los que no me gusta tener cerca. Una vida anodina pero satisfactoria, como sus vecinos a los que ven alguna vez, yo voy a lo mío y ellos a lo suyo. El resto, prefieren no verlo, hay gente rara y malvada, que come en la calle y viste hortera, sin educación, y chusma que será nada en la vida, excelentes obreros y vendedores del centro comercial pero que no son como nosotros. Sus barrios no me gustan, todos allí mezclados, seguro que ponen la música muy alta y lo peor, roban un montón.


Los zombis pueden parecer poco peligrosos de lejos, vistos desde el coche camino al barrio de chalets, o a la urbanización con piscina y columpios rodeada de carretera, o a la casita adosada tan confortable y tranquila, lejos de lo que hay que estar lejos. En la ciudad vieja, caminan sin descanso los menos afortunados, los que no tienen contactos importantes ni licenciaturas –o si la tienen están en paro-, los que vienen de fuera en busca de algo para vivir dignamente… al del párrafo anterior le diría que sí, que se agolpan en los escasos parques que aún no han sido vendidos, niños que juegan en cualquier esquina, abuelos solitarios sin plaza donde conocer y dejarse conocer. Todo ha sido vendido, convertido en jardines privados, tiendas y oficinas acristaladas, para gente como él. Tiene la esperanza de que nada cambie, lo malo mejor lejos, no quiere saber nada. Podría decirse, que, cuando no quede sitio en el infierno, los muertos caminarán sobre la tierra, y llegarán, vaya si llegarán, a donde están, buscando donde caminar, morder y mirar, convirtiendo en verdadero espacio público, en democracia muerta pero justa al fin, lo que no hemos sabido compartir. 

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